Me he llevado un alegrón al ver en la televisión el resumen de la corrida que la mítica ganadería de Miura ha echado en Sevilla este año. Y no sólo por su habitual poderío en la suerte de varas, realzada por un Javier Castaño que se ha propuesto mostrar al público la belleza de esta suerte en cada una de sus actuaciones, sino porque también ha permitido a los coletas darles pases de categoría y con gusto al estilo más actual. Un éxito rotundo de esta ganadería sevillana que a su vez también ha permitido el lucimiento y triunfo de los toreros, en especial del, hasta ahora, prácticamente desconocido Manuel Escribano.
Pero, además, me alegré con las imágenes de la lídia que Rafaelillo le dio al cuarto de la
tarde, el peor del encierro. Un auténtico marrajo típico miureño.
Me trajo a la memoria imágenes en blanco y negro de faenas de
principios de siglo XX y otras más recientes del maestro Luis
Francisco Esplá. Lidia de sabor añejo. De poder y sabiduría
taurina.
“Cada toro tiene su lidia” se ha
dicho siempre. Pues bien, estoy harto de ver a toreros que, ante
toros parados o de viaje corto, que “calamochean” o les tiran
“gañafones”, que les lanzan miradas asesinas o que les buscan
las zapatillas, se empeñan en hacer el toreo “bonito” y actual
que exige fijar los pies en la arena. Consecuencia: llenan los
tendidos de sopor y alargan las faenas, infructuosamente, más allá
de lo soportable.
Rafaelillo, ayer, le anduvo al toro por
la cara con torería, tocándole los costados con sabiduría,
quebrantándolo por bajo con poderío. Y, si el toro se despistaba,
le robaba un pase con garbo y hasta con arte. Todo ello rematado con
una gran estocada. ¡Torero! La lidia perfecta que demandaba ese
animal.
Una pena que esta labor haya quedado
eclipsada por el gran juego de la corrida en conjunto y las 2 orejas
cortadas por Manuel Escribano y no se le haya dado toda la
importancia que merece. No obstante, muchos de sus compañeros de escalafón deberían tomar buena nota de esta lección magistral dada ayer por
Rafaelillo.
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