Hay veces en las que
a uno le quitan las ganas de todo, en las que le cuesta trabajo
articular palabra. Pero quizás, en estas ocasiones lo mejor sea
exteriorizar, sacar fuera los gatos que te revuelven las tripas. Y en
esas andamos. Los acontecimientos acaecidos en los corrales del Coso
de Los Califas hacen que estas líneas sean un desahogo más que una
cavilación, un grito que clama en el desierto aún a sabiendas de su
inutilidad. Porque llegado a este punto, uno ya se encuentra asqueado
por el hedor nauseabundo que desprende la Córdoba taurina.
Despropósitos,
vaivenes, improvisaciones, mentiras, rencillas, zancadillas,
inquinas, descalificaciones, réplicas, contrarréplicas... Este es
el manual de estilo seguido en la gestión taurina de nuestra ciudad,
por los de ahora y por los de antes, por los de allí y por los de
aquí, y que, si nada cambia, acabará por satisfacer los mejores
sueños del peor de los antitaurinos.
Esta dinámica
errática, en la que prima, ante todo y entre todos, la primacía de
los intereses particulares a los generales golpea, una y otra vez, de
manera incesante cual martillo pilón, tanto las ilusiones de la
afición como la imagen de Córdoba, una ciudad que se está
convirtiendo en antítesis de lo que siempre fue y debería ser por
su tradición taurina.
El
hartazgo, la indignación y la impotencia campan ya a sus anchas
entre los aficionados. Muchos sucumbieron ya ante el continuo
maltrato al que han sido sometidos durante años, otros están en
trance de hacerlo. Milagroso
es que, a pesar de ello y en los tiempos que corren, aún quede gente
dispuesta a gastarse el dinero para ir al Coso de Los Califas. Y
todavía hay quien culpa de la decadencia taurina cordobesa a la
afición por no acudir a la plaza en la cantidad que debiera ¡Si es
que....!
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