miércoles, 3 de junio de 2015

Reflexiones sobre el "No Indulto"



Tras disfrutar de la faena histórica de “Finito de Córdoba” a “Laborador”-65 en el Coso de Los Califas me propuse dejar a un lado la polémica suscitada con el “No Indulto”. No quería entrar en vanas discusiones. Sólo deseaba ahondar en las sensaciones, escudriñar en la memoria cada uno de los borbotones de arte que derramó la muleta del Fino sobre el albero califal, paladear hasta la saciedad la profundidad y verdad de cada uno de los naturales que dibujó, recrearme al máximo en el regusto de cada remate, prolongar, en fin, el gozo de haber sido testigo, en vivo y en directo, de la dimensión artística del toreo en su máxima expresión.

Pero el hombre propone y Dios dispone. Y es que uno, a la vuelta a la cotidianidad post-ferial va oyendo cosas. Y escucha a gente que no ha ido en su vida a los toros hablar del Fino. Y entonces el oído se agudiza. Y el alma se encoge al comprobar que lo que ha trascendido no ha sido la realización de una faena histórica, de una obra de arte única, sino el desaguisado posterior. Córdoba y su cainismo.

Y uno escucha también a los buenos aficionados, a los de rancio abolengo, a los puristas. Aquellos para los que resultan más determinante, a la hora de juzgar a un toro, algunos amagos no consumados de rajarse que ¡¡NOVENTA Y SEIS!! embestidas por abajo. Ufanos y orgullosos ellos de que “Laborador” terminara sus días en Los Califas, de que se haya salvaguardado la letra de la ley en pro del prestigio de la plaza, de la seriedad de la Fiesta o del mantenimiento de la tradición del rito ancestral que exige que la fiera muera en la arena. El consenso entre ellos es total: No se puede conceder el mayor de los premios a un toro imperfecto. Muchos de ellos, sin embargo, hace un par de años, no tuvieron ningún rubor en defender la concesión de un rabo a una faena también imperfecta. “Cosas veredes amigo Sancho”.

Y para colmo, uno escucha al mismísimo ganadero declarar que el juego de este “Laborador”-65 supero al tan recordado “Arrojado”-217, único toro indultado en la Plaza de Toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, una de las de mayor prestigio del orbe taurino. Indulto éste del que todo el mundo se congratula y con el que casi nadie se rasgó las vestiduras en su día.

Y uno, no tiene por menos que pararse a pensar, a poner en una balanza los pros y contras que ha podido provocar el pulso habido en la plaza entre presidente y torero por el color del pañuelo.

¿Qué se ha ganado con la muerte de “Laborador”?

Mantener el prestigio de una plaza de primera, dirá alguno. Yo le pregunto ¿De verdad el “No Indulto” compensa el prestigo desparramado con anterioridad en cada torito que ha salido por toriles o en orejitas concedidas con un criterio a menudo variable? Me da que no.

Por contra, ¿Qué se ha llevado “Laborador” tras de sí en su camino al desolladero?

Se ha llevado la posibilidad de que el campo bravo, tan necesitado de movilidad, casta y bravura, disfrute de un semental con una carga genética susceptible de ser transmitida a hijos capaces de repetir, para bien de la Fiesta, muchas tardes como la vivida el pasado sábado.

Se ha llevado la posibilidad de que en una Córdoba cada vez más indiferente a la Fiesta, se vuelva a hablar de gestas taurinas que atraigan al público a la plaza y no de escándalos taurinos que lo alejen de ella.

Se ha llevado la posibilidad de que una faena histórica, y no un hecho lamentable, le devuelva a Córdoba protagonismo en el panorama taurino nacional. Sí, ese protagonismo eclipsado por Madrid, del que tanto nos quejamos los aficionados taurinos cordobeses y que tanta falta hace.

Se ha llevado la posibilidad, en tiempos de animalismo exacerbado y ataques antitaurinos constantes, de proyectar a la sociedad una imagen positiva de la fiesta.

Mi balanza aparece claramente desequilibrada. Si usted encuentra motivos para equilibrarla, por favor, comuníquemelos. En tanto, yo, en este caso y a riesgo de ser vilipendiado, me declaro pro-indulto de un toro excepcional aunque no perfecto y tendré la impresión de que hemos tirado piedras contra nuestro propio tejado.



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